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El brazalete



El brazalete


Hola, antes que nada, me presento: mi nombre es Vadik ―shh, no se lo digan a nadie, se supone que nunca debo decir mi nombre―; soy un brazalete que vive en un viejo y sucio escobero, en El Paso, Nuevo México
Los caminos que me trajeron hasta aquí son tan largos como irrelevantes.
He vivido muchas vidas en muchos lugares. He conocido emperadores, zares y reyes; mendigos, viajantes y campesinos.
Eso no importa ya, porque ahora estoy en el viejo escobero y esta historia no es sobre mí; es sobre Miguelito.
Hacía años nadie me notaba, la última persona fue la vieja Clementina...
¡Oh! ¡Pobre vieja! Intentó advertir a todos sobre el secreto de su escobero, pero nadie la escuchó. Con su Alzheimer avanzado, sus hijos acusaron sus palabras a la enfermedad y la llevaron a un geriátrico. Allá fue mi buena Clementina y aquí quedé yo, solo otra vez.
Las familias fueron y vinieron, ajenas a mí, hasta Miguelito.
Creo que era por la tarde, difícil es decirlo desde la oscuridad que me rodea, cuando los Fernández llegaron.
El señor Fernández, un proxeneta; la señora, prostituta; y Miguelito, un pequeño de prescolar con el alma tan pura como el agua de montaña.
Al segundo día de arribar, el señor Fernández encerró a Miguelito en el escobero; ese fue el primero de muchos.
El hombre solía esconder al pequeño cuando su esposa recibía a los clientes, o cuando él mismo hacía uso de los servicios de la señora Fernández.
Miguelito pasaba mucho tiempo en el escobero.
Al principio, envuelto en su propio miedo, no me percibía. Su pequeña alma pura estaba pendiente de la oscuridad, de los insectos, de su propia hambre...
Luego, con esa resignación propia de los niños, aceptó su destino como yo acepté el mío.
En una hora cualquiera de un día cualquiera, Miguelito me sintió. Primero como una corriente; después, un aliento; por último, un murmullo.
«Aquí».
Sus diminutas manos palparon el sucio escobero hasta tocarme. Me alzó y llevó hacia la rendija de la puerta para verme.
«Hola» dije y no entendió.
Pasó el metal de mi cuerpo y rodeó su muñeca con él. Apretó hasta deformarme un poco, pero no me quejé; ya en el pasado había visto mis viajes truncados al deslizarme sin querer por una pequeña mano.
Ese día dejé el escobero. Ese día empecé a hablar con Miguelito.
Lo primero que hice, fue enseñarle mi lengua. ¡Oh! ¡Hacía tanto que no hablaba! Qué bien se siente.
Hablar me hace fuerte. Y si yo soy fuerte, quien me lleve contra su piel también lo es.
¡Qué divertido fue cuando golpeamos a ese matón que nos doblaba la edad! Deberían haber visto su rostro de desconcierto.
Pero nuestras mejores horas seguían siendo las que pasábamos en el escobero.
A Miguelito le encantaba escuchar historias y a mi, contarlas. Sé millares de historias. Historias del pasado, del presente y del futuro.
Le conté la de aquella maestra de prescolar que simulaba enseñar moral a los niños cuando, fuera de clases, engañaba a su esposo con el director.
O la del maldito proxeneta, que se hacía el duro ahora, pero que cuando era pequeño se orinaba en el colchón cada vez que su padre llegaba borracho.
También le conté la de la sucia prostituta que supo creerse reina y se vendió por menos de una corona. Y la del sacerdote, que con la mano derecha escribía el sermón y con la izquierda acariciaba al monaguillo.
Sin embargo, fue la del niño bueno que un día cruzaría sin mirar, la que nos trajo problemas.
Pobre Miguelito, él, tan puro y tan bueno, sólo quiso advertir...
¡Qué caro precio pagó!
―No llores, Miguelito. Sólo tienes que pedirlo y yo te lo daré ―dije para consolarlo.
Miguelito lo hizo; cerró los ojos con fuerza, y murmuró:
―Quiero escapar de aquí. Quiero vivir por siempre contigo.
Entonces, le dije qué debía hacer.
Entonces, le dije qué debía hacer.


Las voces nos llegan ahogadas.
¡Sigan buscando!
Detective... todo indica que...
¡No vuelva a repetirlo! ¡No quiero volver a escuchar semejante estupidez! ¡Un niño de cinco años! ¿Usted se escucha? Mire la escena, dos adultos con más de diez puñaladas y un pequeño ahogado en la bañera...
Sin muestras de lucha...―dice la segunda voz algo cohibida― la gente dice que el pequeño hablaba en lenguas raras, sabía cosas, tenía fuerza... creen que estaba pose...
Sigan buscando...―Interrumpe la primera voz con fastidio.


―Vadik, ¿dónde estamos? ―pregunta Miguelito.
―En una bolsa de evidencia.
―¿Dónde vamos?
―A un nuevo viaje.



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