Las razones que me llevan a escribir esto son variadas. Es
algo que me viene dando vueltas en la cabeza hace tiempo, pero este fin de
semana, con lo sucedido en mi país, explosionó.
Cuando entro a mi muro, hallo dos cosas: por un lado, el
debate sobre violencia de género y, por el otro, millones de fragmentos de
novelas de moda que hablan de millonarios misóginos que proponen a mujeres ―casi
siempre por debajo de su estrato social― propuestas indecentes.
Una y otra y otra vez.

No pude evitar preguntarme ¿Qué pasó? ¿Dónde quedaron esas novelas que
supe leer? ¿Acaso somos todas las lectoras de romance machistas?
No. La respuesta es no. Es más, me atrevería a decir que, en honor a
la historia, somos lo contrario.
No voy a colgarle a la ―mal llamada― novela rosa el estandarte de
feminismo. No soy tan bestia. La novela romántica no es, ni fue, precursora de
este movimiento que tantos logros nos ha dejado a las mujeres. Pero sí ha sido,
y dejó de ser, el medio masivo de comunicar y sedimentar esos logros.
La novela romántica fue llamada, por años, rosa ―siempre fuimos
bastante básicos con estas cosas los seres humanos― pues, al igual que el
dichoso color, estaba asociada a la mujer.
Incluso, en un análisis superfluo, se suele creer que siempre hay
hombres rudos salvando damiselas en apuros y que finalizan siempre, y por
regla, de manera feliz.
Desterremos ese mito.
Para poder hacerlo me debo remontar a los años 70. No, Adri,
no voy a hablar de Corin Tellado, no porque no la incluya, sino porque no la he
leído.
Por esos años comenzaban a aparecer las novelas con
contenido sexual.
Sí. Acabo de tirarles el mundo abajo, existía el género romántico-erótico
antes de las 50 sombras de Grey. Pero había una gran, inmensa, diferencia entre
aquellas historias y estas. La principal: la época.
No es azaroso que hayan surgido en los 70, la década del
amor libre. Las mujeres feministas llevaban años luchando para que se las
respete, para se hable de su sexualidad con la misma libertad que la de los
hombres. En esa década se hizo masivo y la novela romántica cumplió un rol
fundamental.
Era un grito de la mujer común; esa que seguía siendo
educada para el matrimonio, alejada del erotismo y criada para complacer a su
esposo ―o,
en el peor de los casos, para entender que éste tenía «necesidades» que nos eran ajenas a
nosotras―.
Kathleen Woodiwiss les decía lo contrario. Les decía que las mujeres
disfrutaban del sexo, que existía el sexo pre-matrimonial y que era elección de
una. Una osada.
Ahora bien. Sus novelas estaban cargadas de machismo. No se puede
pretender volar sin antes carretear. Pero además de sexo y machismo, tenían una
gran elaboración.
Y es que, aquellas autoras que se atrevieron a escribir sobre erotismo
en esa época sabían que se enfrentaban a un monstruo que las quería callar. Por
lo que era imperativo presentar una historia de calidad, bien escrita,
exquisitamente investigada, sin errores a los que pudieran apelar los
puritanos. Aun así, fueron por años relegadas al último estante de la librería,
compradas con pudor, forradas para disimular sus tapas en los colectivos…
A la novela romántica le quedaba mucho por recorrer.

Los ochenta profundizaron ese movimiento de la mano de grandes
autoras, una de mis preferidas: Virginia Henley. Virginia Henley empezó algo
que, una década después traería Florencia Bonelli a la Argentina generando un
boom: la reivindicación de la mujer histórica.
Ya no bastaba solo con gritar: «Somos mujeres y, al igual que a los
hombres, nos gusta el sexo», ahora se sumaba «Fuimos, somos y seremos mujeres y
existimos siempre. Fuimos, somos y seremos importantes. Estuvimos ahí, en ese
lugar que sólo se cuenta a través de ojos masculinos».
Ese fue el clamor de los 80. Pero el machismo en la relación seguía ahí.
Vaya problema. (También la homofobia, era muy común encontrar una historia en
que el villano era un «perverso homosexual»)
La novela romántica es, ante todo, un Best seller. Pueden negarlo, detestarlo, denigrarlo, pero está ahí.
Cada gran editorial tiene su sello romántico y, muchas veces, es el sostén del
resto de las impresiones.

Y qué es un Best seller sino
un espejo de la realidad. ¿Por qué el código Da Vinci no podría haber sido boom
en los años 50 con una iglesia católica arraigada en la cultura y sí en el
2003? Pues porque en los 50 hubiera sido controversial y pocos se atreverían a
leerlo, mientras que en el 2000 fue una historia entretenida que hablaba de un
tema ya no tan tabú.
Lo mismo pasa con la novela romántica. Cuando un tema deja de ser
controversial, cuando comienza a hacerse masivo, empieza a aparecer como tópico
en estos libros que se venden a raudales.
Las mujeres queríamos hablar de sexo, queríamos hablar de nuestra
participación en la historia. Queríamos hablar de nosotras.
Y éramos insaciables. No nos alcanzaban esos logros, ahora llegaba el momento
de ponernos en igualdad: Machos vs. Femme fatale.
Con ese lema llegaron los 90. Linda Howard, Sandra Brown, Karen Robards. Nos
presentaban el típico macho, pero ahora, la protagonista no se sometía a él.
No. Lo enfrentaba, lo desafiaba, lo domaba, hasta convertir al macho en un
hombre.
Sí, cliché. Cliché ahora, veinte años después, pero en ese entonces
era una vuelta de tortilla inesperada. Ya no queremos que nos dominen, queremos
igualdad.
Mujeres policías que resolvían el caso. Ex esposas que se vengaban de
sus maridos abusadores. Hijas que huían de hogares opresores. Y los
protagonistas masculinos abrían, indefectiblemente, sus ojos ante la realidad:
Las mujeres no eran un objeto, no se poseían, se amaban.
Y por fin, el nuevo milenio. El 2000 llegó con autoras como Mary
Balogh. ¿Qué traía de diferente? Pues hombres no machistas en absoluto. Hombres
que no se amparaban en ese tan «Bueno, los hombres tienen necesidades». Hombres
que respetaban a la mujer por igual.
Entonces ¿Qué nos pasó? ¿Será ésta una forma sutil de callarnos? ¿Será
que en lugar de erradicar el machismo de la novela sólo lo habíamos barrido
bajo la alfombra? ¿Quién fue el que lo desempolvó? ¿Y cómo permitimos nosotras
que eso pase?
El 2010 llegó con Grey. Uf, Grey. Y todos sus secuaces.
Y las Anastasias que creíamos dormidas cual Bella Durmiente, allá, en
los 60.
Pero volvieron y con todo. Volvieron a sacudir el avispero. Volvieron
a ponernos en el lugar «Rosa» que tanto nos costó dejar.
Ya no podemos decir que la novela romántica cimenta, afirma, masifica
los logros obtenidos por las mujeres. Triste y cierto.
Y peor aún, es Best Seller. Es
nuestro espejo. Mal, muy, muy, muy mal.
La fachada tras la que esconde éste y tantos libros del Boom, es el erotismo.
Señoras, señores, los chirlos consensuados no son violencia de género.
Cuando nos oponemos a este tipo de argumento no lo hacemos por las cadenas y
los látigos. No.
Pero tampoco vengan a correrme con lo de la libertad sexual, pues el
derecho a decir «soy mujer y disfruto del sexo» ya se lo había anotado
Woodiwiss hace años, no E.L. James.
Lo que hay detrás de semejante historia no es el deseo de la mujer, el
erotismo, la posibilidad de explorar su sexualidad.
La novela trata de un hombre que le indica que anticonceptivo usar,
como vestirse, peinarse, incluso, depilarse. Cuando ella busca la independencia
económica, él compra la empresa ―perdonen el spoiler―, agrede a sus amigos, la
expone a situaciones violentas sin su consentimiento… la reduce a un objeto, a
un adorno. Pero creemos que es amor porque es un adorno muy caro.
Hemos retrocedido, hemos tirado cuatro décadas de novela romántica a
la basura. Volvemos a escribir sobre machismo como en los 70, pero sin siquiera
detenernos a hacer, al menos, una historia bien escrita.

Ya no hay ideales, ni lucha, ni lugar. Sólo ventas. Muchas ventas. Y los
responsables somos nosotros, al comprar, al promover…
Lo que yo pienso de violencia de género, romance, amor y relaciones
sanas está de más decirlo. Para eso es que escribí dos novelas, al igual que en
el mercado hay tantas. Porque sí, debajo de las mil historias de millonarios
que adquieren mujeres como bienes, hay libros que cuentan otra cosa. Novelas
que siguen el camino de las precursoras, novelas que esperan que el 2020 nos
encuentre diez años adelante y no cuarenta atrás.
Si no las hallan, busquen las viejitas: Lavyrle Spencer, Nora Roberts,
Mary Balogh, Judith McNaught, Jude Deveraux; y comparen. Noten cómo hace veinte
años éramos menos machistas que ahora.
Hay un camino, un cambio. Y está en lo que exigimos como lectoras y compradoras.